“Cada vez estamos menos juntos, pero cada vez más uno al lado del otro, con los ojos pegados a las pantallas, sin mirarnos”


lEl rostro es el centro de gravedad de cualquier conversación. El cara a cara es ante todo un “cara a cara” que refleja un principio de consideración mutua que implica la reciprocidad de la atención, a menos que cause molestias a la persona que no recibe nada a cambio. Nos cuesta aguantar a alguien que no nos mira a la cara cuando nos habla. Los individuos presentes orientan constantemente sus palabras y sus movimientos en función de lo que perciben de las expresiones faciales, de los gestos, del habla y de la voz, de la mirada de sus interlocutores.

El rostro encarna la moralidad de la interacción, su desnudez expone, su expresividad a veces oculta mal los enfrentamientos o la satisfacción mutua. No es una parte del cuerpo como las demás, se distingue por su posición, su valor, su eminencia en la comunicación y, sobre todo, el sentimiento de identidad que le atribuye.

Para establecer vínculos sociales, cada uno debe estar en condiciones de ser responsable de sus rasgos y de ser reconocido por quienes le rodean. El rostro posibilita las conexiones sociales a través de la responsabilidad que confiere al individuo en su relación con el mundo. Sin embargo, su creciente ausencia, incluso en la vida diaria básica, plantea interrogantes.

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Hoy en día, en muchas interacciones o en las aceras de la ciudad, los rostros se vuelven raros y la mayoría de las veces son absorbidos por la pantalla del teléfono inteligente. El individuo queda atrapado en una especie de hipnosis interminable, ciego a su entorno, indiferente a lo que sucede a su alrededor. Si hace unos años era descortés hablar con alguien sin mirarlo o con la atención centrada en otra cosa, hoy el hecho ha pasado a formar parte de la banalidad de las interacciones.

Sociedad espectral donde, incluso delante de los demás o en la calle, la mirada se fija a menudo en la pantalla, como en los cafés, en los restaurantes, en las salas de espera, en los transportes públicos, en los trenes… Por todas partes esta ausencia de rostros, de miradas a su alrededor, de personas encorvadas su pantalla. Muchos hablan solos en la calle o en espacios comunes, sin miedo a molestar a los demás. Pero la conexión, en sus múltiples formas, no es contacto, lo que implica precisamente una presencia común y una sensorialidad compartida.

Un mundo sin carne

Ciertamente, en un contexto social donde los valores del ultraliberalismo se imponen incluso en la vida cotidiana, esta conexión es eficaz, funcional, rápida, basada en una disponibilidad inquieta, pero es insuficiente en sí misma para establecer el intercambio de significado que conlleva. valor. Son comunicaciones sin rostro, sin presencia, que proliferan como un sobre tranquilizador pero manteniendo al otro a distancia y descalificando el valor de la palabra.

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